Ventajas de ser un pesimista optimista, y al revés

Puede resultar curioso que, en una crisis plagada de precariedad, injusticias sociales, corrupción y la percepción de un futuro incierto (por no decir negro) en general… estemos a la vez inmersos en una corriente de optimismo histórica, potenciada sin duda por las redes sociales.

Desde la psicología no es tanto de extrañar, pues si rascamos un poco debajo de esos miles de memes que circulan por internet, podremos ver una necesidad social, enervante para algunos, de que las cosas vayan bien, de tener un punto de luz en este largo túnel. Ante la frustración y el sufrimiento del hoy, prolongado ya en demasía, muchos necesitan (necesitamos) un apoyo extra de esperanza.

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A veces necesitamos un extra de ilusión para seguir

Claro que también hay muchos que han hecho de esta necesidad un negocio fácil, vender humo blanco o de colores, frente al negro habitual. Así que no es de extrañar tampoco que haya otra corriente paralela muy crítica con las frases vacías de autoayuda, enarbolando el sarcasmo y la ironía con los colores del pesimismo. Y, curiosamente con una vehemencia emocional similar a la corriente que se oponen. Su función es defensiva, protectora, ante lo que pueden ser falsas esperanzas.

Estas modos de pensar sociales tienen su eco en nuestra dialéctica interior. Cuando la lucha se decanta hacia uno de los lados, aplastando o negando al otro, es muy posible que surjan desequilibrios. A mi consulta han venido clientes con una desadaptativa euforia desmesurada. También con una conciencia tan crítica que con los demás y consigo mismos que corrían el peligro de ser desadaptados sociales. Extremos.

¿Y entonces? Es cuestión de ser capaces entender la función de cada modo de pensamiento. Primero, hay que decir que tanto el optimismo como el pesimismo son actitudes. Son nuestra predisposición a pensar y actuar frente a una situación, persona u objeto. En general, nadie es pesimista u optimista todo el tiempo. En nosotros coexisten ambos modelos, lo que pasa es que muchas veces nos empeñamos en situar palabras y conceptos dentro del mismo continuo, de modo que o somos uno o somos otro. De ahí la lucha interna y la polarización hacia un extremo.

Es útil considerar los pros y contras por separado y luego integrarlos en nuestro abanico de conductas. Ser capaz de elegir un modo u otro para generar un comportamiento que nos ayude a conseguir lo que queremos, más allá de tener razón. Entrenar esa capacidad que definió George Orwell como doblepensar: poder mantener dos creencias contradictorias en la mente simultáneamente, y aceptar ambas.

 

Del optimismo becerril al optimismo inteligente

Identifiquemos aquél optimismo que no suele llevarnos por buenos derroteros. Me gustan las malas noticias primero.

Hay un optimismo superficial, cerril, talibán. Un optimismo ingenuo amparado en valores idealizados como el de justicia, por el cual si te comportas bien el universo, el karma o el astro pendulón te corresponderán igual forma. Este utilitarismo mágico de la conducta puede ser bastante peligroso, sobre todo por la generación de falsas expectativas, que a la postre nos aseguran un batacazo cósmico existencial.

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Frase bonita, a la par que peligrosa. ¿Todo? ¿En qué te basas?

Muy pegado a esto, hay un optimismo basado en virtudes individuales, que no tiene en cuenta o le quita peso a otras variables que influyen bastante en nuestra vida: cargas familiares, aspectos sociales o laborales…

De esto tira mucho esa famosa lectura de autoayuda anglosajona y es un vergel de razones para los críticos pesimistas y uno de los peros que se le puede achacar a la Psicología Positiva, con fuertes raíces filosóficas en ciertos movimientos protestantes que asocian virtud con éxito. El aspirar a la felicidad, concepto de moda en el coaching, es un objetivo loable y al que estoy de acuerdo en aspirar. Sin olvidar que es un concepto cultural, bastante desnaturalizado antropológicamente hablando.

También está el optimismo ciego. El estar bien a toda costa, negar o pasar por alto todo indicio de lo contrario. Es un optimismo de resignación, conformista, de poner la otra mejilla, ver el vaso medio lleno cuando quedan tres gotas. Una huida de las emociones «negativas», personas que no se exponen a la tristeza, al asco, al enfado… Como un Ned Flanders que acabará por explotar antes o después, cuando vengan mal dadas, cuidadín si te pilla cerca.

Pero claro, no todo es malo. La buena noticia es que los seres humanos estamos programados para tener un pequeño sesgo a favor de nuestras capacidades. Tanto es así que está comprobado que las personas deprimidas son quienes tienen una visión más «realista» del mundo que les rodea.

Desde la Psicología Positiva, con autores como Seligman o el impronunciable Mihalyi Csikszentmihalyi con su Fluir, una actitud optimista es fundamental para alcanzar retos que estén ligeramente por encima de nuestras posibilidades y ser capaz de trabajar competencias como la resiliencia (renacer de nuestras cenizas, básicamente) y la tolerancia a la frustración. Nos permite tener la mente abierta ante nuevas soluciones.

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La clave es la capacidad de generar nuevas posibilidades

Desde la Inteligencia Emocional, una actitud optimista nos permite afrontar y gestionar emociones como el miedo, el enfado, la tristeza y el asco, transformándolas en soluciones y tiene que ver con una sana autoestima.

Además, nos conecta con un propósito de utilidad. Si no fuéramos optimistas no habríamos salido de la caverna ni habríamos llegado hasta aquí. ¿Para qué inventar el fuego? ¿Para qué inventar la rueda? ¿Para qué hacer esto o lo otro si todo da igual? El optimismo mesurado nos permite visualizar una realidad que nos guste más y de la que queremos formar parte. Nos da energías para trabajar desde el hoy superando un sinfín de dificultades. Cosa que un pesimista se quedaría en nada porque total, ¿qué más da si el mundo es una mierda de todas formas?

El optimismo inteligente consiste en aunar la creencia en que las cosas nos van a ir bien con una comprobación empírica acerca de los talentos que necesitamos para llevarlos a cabo, dejando espacio a que los demás aporten su parte. Es fundamental para ser capaces de generar nuevas posibilidades, dotarnos de capacidad donde aplicar nuestros talentos. Combinar seguridad con libertad.

Es una afirmación amparada en datos. Es tener la cabeza en las nubes y los pies en la tierra. Es mantener el equilibrio entre hacer que las cosas pasen y dejar tiempo a que pasen. Asumir que tenemos libertad dentro de nuestras limitaciones y cuestionarnos éstas últimas. Saber valorar las pequeñas cosas de la vida, sí, pero no conformarse sólo con ellas.

El modo pesimista tiene el gran peligro de anclarnos en nuestra zona de confort, de pinchar ilusiones propias y ajenas, desinflarnos ante la vida. Es uno de los marcadores de la depresión y a veces adopta la forma de ingenios afilados y brillantes sarcasmos, graciosos para un rato, pero que a la larga no hay quien los aguante.

Y también tiene una función positiva, que es el pensamiento crítico, esa sombra destructiva que pone a prueba la solidez de nuestros argumentos, la potencia de nuestros talentos, el que sopla para ver si ese sueño es humo o tiene visos de realidad. Bien utilizado puede ser una desconfianza sana en nosotros y en los otros, el no todo vale, el ser consciente de que en nuestro mundo convivimos con realidades horribles.

Convertirnos en pesimistas optimistas o al revés puede aportarnos muchas ventajas, ¿no crees?

 

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